Los días grises habían impregnado su
vida de tal forma que la tristeza se había convertido en su sombra. Un marido
al que amó, y quién sabe si aún amaba, que nunca había estado presente, para el
que todo tenía mayor importancia que ella. Una hija que se había encargado de
alejarse lo suficiente como para que las sombras grises no la asfixiasen. Una
vida vacía de ilusión. Un vacío lleno de silencio.
Pero aquella tarde todo cambió. Había
estado encerrada en su estudio pintando, intentando evadirse de todo, buscando
motivos que no hallaba. Había empezado a hacer una serie de autorretratos,
movida, indudablemente, por su pasión por Frida. Pero en este algo era muy
diferente, de su espalda salían dos perfectas alas. Se miró en el espejo y vio
que no era cosa del lienzo, que ahí estaban sus alas, radiantes, prometedoras,
llenas de esperanza.
Nunca volvimos a saber de ella.
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